miércoles, 2 de octubre de 2013

La extraña alianza entre Ciencias y Letras: ¿podemos considerar a Julio Cortázar un matemático?


La respuesta es NO.
No hay un plan logarítmico perfecto en el salto de capítulos de Rayuela, que explique porque pasamos del 73 al 1 y luego al 2 y luego al 116, y leemos dos veces el 131 y ninguna el 55. La magia de los números primos no tiene nada que ver con ese orden caprichoso, y el propio Gödel se habría asustado ante tal muestra del azar (maktub para los amigos). Las otras ciencias tampoco son capaces de darnos una respuesta satisfactoria: no hay reacciones químicas que expliquen el amor entre Oliveira y la Maga, más que él es un pedante excéntrico y ella una loca-de-los-gatos en potencia que acaban juntándose porque París, por aquel entonces, era una fiesta.


Así que NO. Y ahí podríamos cerrar esta entrada, poner punto y final y pasar a otra cosa.


Sin embargo, algo une a Cortázar con las matemáticas, y ese algo es el amor infinito que les profesa nuestra amiga Natalia Funes. Un amor que acoge en su seno del mismo modo a un tipo que no sabía pronunciar la erre, los sistemas de ecuaciones diferenciales, las bicicletas en todas sus formas y tamaños, los procesos de depuración de aguas residuales, y hasta a un conjunto de seres entre encantadores e insoportables que se hacen llamar Chewakas. Así es Funes: una entropía de amor capaz de poner orden en el caos. Y una suelta la metáfora científica y se siente tan feliz, aunque no sea capaz de entender qué mierda significa 

(Pero, oye, como metáfora quedaba estupenda)

Lo que sí que queda claro es que Natalia Funes encarna esa extraña alianza entre Ciencias y Letras que los Chewakas intentamos resolver sin mucho éxito cada vez que jugamos al Trivial (con Dani como dueño y señor del quesito naranja) o vemos Cuerpos embarazosos y nos debatimos entre vomitar y reír. En ella están la racionalista científica que desmiente la existencia de lo sobrenatural, ya se llame reiki o sirenas, y la idealista literaria que confía en los encuentros casuales de quienes andan sin buscarse y para la "que la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo de dentífrico". La única persona que podríamos ver tomando café en un Erlenmeyer mientras se termina la última de las setenta novelas que acaba de sacar de la biblioteca y sube de nuevo a buscar, esta vez, un libro sobre el cambio climático. La única capaz de recitar la lista de los primeros ciento cincuenta números primos, la sucesión de Fibonacci, o las valencias de cada uno de los elementos de la tabla periódica, a la vez que te comenta de memoria el principio de Tokio Blues o sus citas favoritas de las novelas de Hemingway, Javier Marías y Thomas Mann que leyó la semana pasada. 

Y por eso hay que quererla, sin mucho resentimiento porque se marche tan al norte del norte y "aunque no pudiera durar más que ese instante terriblemente dulce en el que lo mejor sin lugar a dudas hubiera sido inclinarse apenas hacia fuera y dejarse ir, paf se acabó". 

---Lorena



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